En mi vida nunca faltan los gatos. Cuando ya mis padres no estaban, llegaron Sachy y Mauchy, una pareja de siameses hermosos, peludos y divertidos que estaban en una protectora animal de Caracas. Juntos eran fabulosos, dormían en la bañera, en mi cama, en los muebles; rondaban el refrigerador, cazaban en el jardín lagartijas y tortolitas, paseaban entre mis libros, tumbaban todo de los estantes, se escondían en las carteras de mis amigas, negados a salirse, a veces no uno sino los dos. Y eso que tenían su caja de juguetes.
La misión para mí en el año 2000 era continuar sola por la vida, sin mi familia. Ellos fueron mi compañía durante toda esa década. Me evitaron un desierto. Sanaron no pocas heridas. Siempre estaban conmigo. Me acompañaban al mar, porque les gustaban el agua y las olas; al Ávila, a echarnos bajo la sombra de los árboles, a escuchar y mirar a los pájaros posados muy arriba, en las copas; mientras yo leía o elaboraba informes de lectura para la editorial en la que trabajaba entonces.
Ella, Sachy, era dulce y zalamera, aseada, refinada, amante de arepas rellenas de lo que fuera.
El, Mauchy, era rápido y simpático, meloso sin fin, parlanchín y comelón de pescado.
La primera vez que me separé de ellos fue un cisma para los tres. Debí venir a Margarita a un trabajo especial. Mientras escribía frente al mar los recordaba. Esa vez no duró mucho la ausencia. La próxima sí. En Holanda no dejé de ver gatos en los molinos y en los canales. En Inglaterra tomaba apuntes en los puentes nublados y algún gato grande y peludo andaba por allí o cerca del Parlamento. En Venecia, las góndolas son refugio de gatos por las noches. En Francia, los jardines de Giverny también eran hogar de gatos propios y ajenos; en el estanque pasaban horas echados al sol.
Pero en 2011 Sachy y Mauchy ya no estaban a mi lado. Se fueron muy pronto. Reposan junto al mar en Margarita. Llegaron cuando mis padres cumplieron su ciclo en la tierra. Al faltarme su compañía, dulce y analgésica como ninguna, otra familia vino a mi vida: los Abraham, fundadores del primer refugio animal en Nueva Esparta hace más de tres décadas. Esa es otra historia.
Marijó Pérez Lezama